El pasillo es extenso y
las barreras suman; a veces hay que saltar como sapo en un charco sobre la
tierra. De una lavadora tipo cilindro, surge un perro pequeño. En medio de una
madeja de alambres gruesos hay otro perro. Cada tanto aparecen perros y gatos;
esa es la norma. Ambas especies parecen convivir en paz. Más allá, hay un
esqueleto de pelícano; pudo ser comida para los perros y gatos. El mar está a varios metros de ahí, yendo
hacia abajo.
Nos detenemos.
El problema del señor es
dónde dejar tantos cachivaches y por eso su territorio se extiende sin ningún
orden. El señor entonces fue depositando chatarra tras chatarra en un terreno
ubicado varios kilómetros afuera de la ciudad, en pleno desierto. Imaginó,
equivocándose, que nunca la ciudad iba a llegar hasta allá. Sin embargo la
ciudad lo abordó un día cualquiera, un día cuando alguien lo miró con expresión
de asco, cuya simple traducción era: qué hace este viejo cochino ahí, en medio
de ese mugrerío; yo no quiero ser vecino de ese viejo sucio por dios, llamemos
a la municipalidad, a los carabineros, al gobernador.... El señor de la basura
había sido descubierto y debió emigrar, más arriba, y luego con el tiempo, más
arriba, hasta llegar al borde los cerros. El señor le gustaba esa vida en medio
de la basura, los perros, los jotes y los chanchos, incluso la piel se le había
ennegrecido de sarro y esa delgada telita de mugre más que enfermarlo e
infectarlo, lo protegía del frío y las moscas.
Cuesta por suciedad llegar
a los márgenes donde viven estos señores, pero todo lo que cuesta, dice el
dicho, genera satisfacción. No acostumbran a visitas comprensivas, que los
escuchen, y por eso se explayan contando cada detalle de su vida ante el
silencio cómplice de los perros. Se
sienten con la razón en todo, pues no tienen con nadie con quien discutir. No
les interesa las fechas ni las celebraciones; lo único que los desasosiega es
cuando muere alguno de sus compañeros, algún perro o un chancho, ahí sí que hay
funeral.
Por Rodrigo Ramos B.