domingo, 31 de enero de 2016

El techo del templo


Sensación de un combate decisivo del que ya nada me apartaría ahora. Siento miedo al tener la certeza de que ya no evitaré el combate.

¿La respuesta no sería: “que olvide este asunto”?



Me pareció ayer haber hablado con mi espejo.
Me pareció ver bastante a lo lejos como a la luz de los relámpagos una región adonde ha llevado la angustia... Sentimiento suscitado por una frase. He olvidado la frase: iba acompañada de un cambio perceptible, como un resorte que cortase los lazos.

Percibí un movimiento de retroceso, tan decepcionante como el de un ser sobrenatural.
 Nada más distante ni más opuesto a la malevolencia.





Sentía como un remordimiento la imposibilidad absoluta de anular mis afirmaciones.

Como si una intolerable opresión nos desazonara.

Deseo —que hace temblar— de que la fortuna que sobre- venga, en la incertidumbre de la noche, imperceptible, sea sin embargo aprovechada. Y por fuerte que fuera ese deseo, no podía sino observar el silencio.

Solo en la noche, me quedé leyendo, abrumado por ese sentimiento de impotencia.




Leí Berenice entero (nunca lo había leído). Una sola frase del prólogo me detuvo: “... esta tristeza majestuosa que constituye todo el placer de la tragedia”. Leí, en francés. El Cuervo. Me levanté, contagiado. Me levanté y cogí papel. Recuerdo la prisa febril con la que llegué a la mesa: sin embargo, estaba tranquilo.

Escribí:

avanzó
una tempestad de arena
no puedo decir que
en la noche
avanzó como un muro de polvo
o como el remolino plisado de un fantasma 
me dijo ella
dónde estás
te había perdido
pero yo
que nunca la había visto
grité entre el frío
quién eres
demente
y por qué
fingir
no olvidarme
en ese momento
oí caer la tierra
corrí
atravesé
un interminable campo 
me caí
el campo cayó también
un sollozo infinito el campo y yo 
cayeron

noche sin estrella
vacío mil veces apagado
un grito así
acaso te atravesó alguna vez 
una caída tan larga.

                  Al mismo tiempo, el amor me enardecía. Yo estaba limitado por las palabras. Me consumí de amor en el vacío, como en presencia de una mujer deseable y desvestida, pero inaccesible. Sin poder tan siquiera expresar un deseo.

Atontamiento. Imposible irse al lecho pese a la hora y el cansancio. Habría podido decir de mí mismo, al igual que hace cien años Kierkegaard: “Tengo la cabeza tan vacía como un teatro en el que acaba de terminar la función”.

Al mirar fijamente el vacío ante mi una súbita imantación violenta, excesiva, me unió a ese vacío. Veía ese vacío y no veía nada, pero él, el vacío, me abrazaba.

Mi cuerpo estaba crispado. Se contrajo como si, desde sí mismo, hubiera tenido que reducirse a la extensión de un punto. Una fulguración duradera iba desde ese punto interior hasta el vacío. Yo gesticulaba y reía, los labios abiertos, los dientes desnudos. 


"Georges Bataille"























jueves, 7 de enero de 2016

El Descenso / Raúl Zurita


Te palpo, te toco, y las yemas de mis dedos,
habituadas a
seguir siempre las tuyas, sienten en 
la oscuridad que
 descendemos. Han cortado todos 
los puentes y las 
cordilleras se hunden, el Pacífico 
se hunde, y sus restos
caen ante nosotros como 
caen los restos de nuestro
 corazón. Frente a la 
muerte alguien nos ha hablado de la resurrección. 
¿Significa eso que tus ojos vaciados verán?
¿que 
mis yemas continuarán palpando las tuyas? Mis 

dedos tocan en la oscuridad tus dedos y 
descienden 
como ahora han descendido las 
cumbres, el mar, como 
desciende nuestro amor 
muerto, nuestras miradas 
muertas, como estas 
palabras muertas. Como un 
campo de margaritas 
que se doblan te palpo, te toco, y 
mis manos 
buscan en la oscuridad la piel de nieve con 
que 
quizás reviviremos. Pero no, descendidas, de las

cumbres de Los Andes sólo quedan las huellas de 
estas 
palabras, de estas páginas muertas, de un 
campo largo y
 muerto de flores donde las 
cordilleras como mortajas 
blancas, con nosotros 
debajo y aún abrazados, se hunden.


La línea de la cordillera se desprende del cielo y
se hunde, se hunde lentamente, se separa del
cielo y se hunde. Es cosa común que las
cordilleras se hundan, es cosa común que se
desprenden para abajo. En una tierra enemiga es
cosa común oír montañas de cuerpo hundirse
boca abajo. Los Andes se hunden en el mar de
piedras. Bruno aguarda debajo de las piedras.
Susana también aguarda las montañas y montañas
de cuerpos debajo de las piedras.


Las heladas montañas se derrumban sobre sí 
mismas y 
caen. Tal vez el mar las acoja. Hay tal 
vez un mar donde
los cuerpos helados caen. 
Quizás Zurita eso sea el mar. 
Un limbo donde los 
cuerpos caen. Habrán también 
margaritas. 
Margaritas en el fondo del mar, en el fondo
 del 
mar de piedras. Tal vez las margaritas amen a las 

heladas montañas. Tal vez los encadenados 
cuerpos las
 escuchen gemir. En una tierra enemiga 
es cosa común 
que las margaritas giman 
escuchando caer las cordilleras.



El Pacífico se desprende de la línea de la costa y 
cae. Fue 
primero la cordillera y ahora es el mar 
que cae. Desde la
costa hasta el horizonte cae. En 
una tierra enemiga es 
cosa común que los cuerpos 
caigan, que el mar se 
desprenda de la costa y 
caiga como las margaritas que 
gimen escuchando 
a las cordilleras hundirse donde el 
amor, donde 
tal vez el amor Zurita gime llorando porque 
en 
una tierra enemiga es cosa común que el Pacífico 
se 
derrumbe boca abajo como un torso roto sobre 
las piedras.


Los Andes son estrellas muertas en el fondo del 
mar de 
piedras. El Pacífico también es una estrella 
muerta en el 
fondo del mar de piedras. Debajo de 
las piedras el 
sepulcro del mar y de las cordilleras 
es como una noche
cuajada de margaritas y 
estrellas muertas. Las estrellas 
muertas de Los 
Andes y del Pacífico se cruzan en el fondo 
de las 
piedras. Las margaritas se doblan ante la cruz y
 
gimen. En una tierra enemiga es cosa común que 
las 
estrellas formen una cruz sobre nuestras caras 
muertas.


El océano Pacifico se despegó del horizonte y yace
debajo de las piedras, la cordillera de Los Andes
también yace. Las piedras cubren las cumbres y el
mar como un capo negro. Las margaritas de los
campos negros, de la tierra o el agua negra se
doblan y gimen sobre las desplomadas montañas
sobre el mar desplomado. En una tierra enemiga
es común que el océano y las montañas yazgan
bajo las piedras, que el amor yazga, que tu amor
yazga Zurita y que sea una tumba tus ojos ciego
abrazándolas.


Las montañas se abrazan en el fondo, el mar es 
de piedras y 
se abraza. Quizás las montañas y el 
mar duermen. En una tierra enemiga es común 
que los cuerpos se abracen abajo 
como si 
durmieran. Campos infinitos de margaritas 

descienden hasta el borde de la playa donde antes 
estaba el 
Pacífico. Otros campos lo hacen hasta 
donde estaban las
 cordilleras. Las cordilleras y el 
mar yacen abajo y se
abrazan. En una tierra 
enemiga es cosa común que el mar y
 las 
montañas se abracen boca abajo como si 
durmieran.


Escuchamos caer el mar, las cumbres, las llanuras
y eran nuestros cuerpo ciegos los que se
derrumbaban amontonándose debajo de las
piedras. Las margaritas gimen y tal vez ellas son
los dedos que nos palpan tocando en nosotros las
vaciadas costas. Quizás es común para las flores.
En una tierra enemiga es quizás común que las
margaritas se doblen tocándonos en el mar
desmoronado. En una tierra enemiga tal vez las
margaritas palpen subiendo en sus dedos las
montañas.





Están las cordilleras de Los Andes y el Pacifico
abrazados debajo de las piedras. Las margaritas
crecen en la primavera. Tal vez la primavera
crezca. Tal vez las montañas y el océano
abrazados se levanten desde debajo de las piedras
y sean las margaritas de la nueva primavera.
Bruno, Susana, tal vez sus cuerpos se levanten
desde debajo de las piedras. En una tierra enemiga
es cosa común que las margaritas sostengan la
nieve que quedo de los caídos cuerpos en la
primavera.



Te palpo, te toco, y las yemas de mis dedos 
buscan las 
tuyas porque si yo te amo y tú me 
amas tal vez no todo
esté perdido. Las montañas 
duermen abajo y quizás las
 margaritas enciendan 
el campo de flores blancas. Un
 campo donde Los 
Andes y el Pacífico abrazados en el 
fondo de la 
tierra muerta despierten y sean como un
 
horizonte de flores nuestros ojos ciegos 
emergiendo en la
nueva primavera. ¿Será? ¿será 
así? las margaritas 
continúan doblándose sobre el 
mar difunto, sobre las
grandes cumbres difuntas y 
en la oscuridad, descendidos,
 como dos envanecidas 
pieles que se buscan, mis dedos 
palpan a tientas 
los tuyos porque si yo te toco y tú me
tocas tal 
vez no todo esté perdido y, todavía, podamos
 adivinar 
algo del amor. De todos los amores muertos que 

fuimos y de un campo de flores que crecerá 
cuando 
nuestras mortajas blancas, cuando 
nuestras mortajas de
 nieve de todas las montañas 
hundidas nos besen boca
abajo y nos vuelvan 
para arriba las erizadas pestañas.